Alejandro Casona, niño en Besullo

Los primeros cinco años de vida de Alejandro Casona, que marcan su trayectoria vital, se desarrollan en el "paraíso" de Besullo. Así recordaba esta etapa el propio autor décadas después:

"Permitirme ofreceros dos confidencias íntimas. Yo fui un niño feliz en una aldea donde me rodeaban tres superlativos maravillosos:

La Casona antes del incendio que la destruyó en 2002

La Casona junto a sus dos paneras en Besullo (Cangas del Narcea)

La Casona, de la que tomé mi nombre literario, en donde fui a la escuela, y de la que mis padres eran maestros.

El Corralón, con su muralla gigantesca.

El Portón, que era la Ferrada puerta central de la muralla.

Casona con la cuadrilla de caza de Besullo hacia 1922

Casona (abajo a la izquierda con escopeta), junto a cazadores de Besullo

Cuando volví a Besullo, ya hombre, La Casona seguía siendo una amplia casa solariega, muy lejos de que aquel castillo que mi corazón infantil recordaba, La Muralla era una sencilla Tapia de apenas dos metros de altura, y el Portón una sencilla puerta de clavos. Claro está que mi talla era otra, pero lo que mi aldea entera había disminuido, era mucho más de lo que había crecido yo.

Soy de una familia pobre, y los niños aldeanos no tienen juguetes; pero yo tengo un juguete sensacional, fabuloso en la infancia: un castaño. Era un castaño al que llamaban "La Castañalona". Sabemos que cuando aquí a algo se le da el nombre femenino y aumentativo, quiere decir "más grande". Era un castaño... no sé!, no puedo calcular su tamaño. La recuerdo tremendamente grande, con el tronco completamente hueco por un rayo, sin ramas. Cabíamos dentro de él siete u ocho niños. Allí jugábamos como Peter Pan, un poco como conejos dentro del árbol. Era prodigioso, porque un día "La Castañalona" era un castillo, otro un barco, otro una cueva de ladrones, un palacio, un bosque... Un juguete maravilloso, que era muy difícil que un niño de ciudad pudiera tener y que nosotros poseíamos sin lugar a dudas.

En mi aldea de niño, teníamos un corral, con olor de vacas y manzanas, de establo mullido con helechos y brezos, en el que uno de mis tíos, herido en una guerra lejana guardaba una preciosa silla de montar semejante a un cofre antiguo Teníamos además un viejo castaño que apenas podíamos abrazar entre unos cuantos niños, un burrito de ojos azules, y una entrada secreta a una ermita abandonada.

Pero entre tantos tesoros, ninguno me fascinaba tanto como aquel caballo ausente, aquella silla de montar antigua, en la que podía galopar horas y horas de sueño. Jinete en aquella silla, emprendía los más fabulosos viajes, tenso en los zuecos claveteados de oro; y allí empecé a descubrir en mí, los primeros síntomas de un mal del que ya no podría curarme jamás: que solamente me gustaba viajar lejos, sin importarme la época ó el país, pero lejos.

Jovita Rodriguez Álvarez, tía de Casona y maestra en Besullo

Jovita Rodríguez, tía y madrina de Casona, fue maestra en Besullo

En las civilizaciones asfaltadas cuando un niño es atacado por ese mal, se le confía cautelosamente a los cuidados de un psiquiatra. Afortunadamente mi aldea, donde el médico sacaba muelas y cobraba en trigo, era demasiado pobre para alimentar psiquiatras; y a mi querida tía, curandera de yerbas, barbilla de bruja y manos de virgen, le encantaba igual que a mí, cabalgar lejos, sabe Dios en qué escoba mágica de melancolías.

Mi aldea era tan pobre, que no teníamos para mostrar a los forasteros más que un viejo de 100 años, un solo caballo blanco, y una  bruja. Era una viejecita alegre, con su nariz de gancho hundida en la barbilla, curaba con yerbas y palabras antiguas, y su gran "aquelarre" del sábado era media botella de anís escarchado.  Otros países de literatura más culta a este tipo de feminidad milagrosa la llaman hada, pero aquí nosotros sabemos muy bien que un hada no es más que una bruja monárquica, que se viste en París "Chez  Christian Lacroix”.

A ella le hacía feliz asustarnos con carcajadas extrañas cuando nos la encontrábamos en el monte con su hatillo de leña a la espalda, pero los chicos la adorábamos desde lejos, con esa mezcla de admiración y miedo, que hay en toda adoración verdadera. Tenía además el manzano más hermoso del pueblo, del cual no se reservaba para ella más que las siete primeras manzanas; todas las demás era para nosotros, pero con la particularidad de que no nos las regalaba, nos dejaba robárselas, quizá pensando que así nos gustarían más. Lo que no supe nunca es por qué las suyas tenían que ser precisamente siete, dicen que es un número mágico!.

(Datos extraídos de la entrevista aparecida en el Diario madrileño "Pueblo" en 1962)



google-site-verification=mSs1XMb2lVFVv-S2inHPrcExhP_YyT7duK7dYUg_JU0